lunes, 15 de diciembre de 2008

Así fue...

Harto de lidiar con el sentido imperial con el que suele conducirse la burocracia mexicana ---específicamente aquélla de la Secretaría de Relaciones Exteriores---, volvía a casa el pasado domingo 7 ---¡lo que faltaba!--- arrastrando la frustración gastada que nos deja el salir victoriosos de cualquier trámite que emprendamos contra ésta: por un lado me incomodaba un prurito que insistía en la incoveniencia de tener que renovar un documento que amparase nuestra nacionalidad y aun la simple existencia de ésta; mientras que por el otro, me consumía la premura de tener que conseguir un boleto de avión a las 18 hrs. para salir al día siguiente a las 6. Como suele ocurrir en estos casos, la sede Tlatelolco del Centro Cultural Universitario barruntaba una tormenta y no asomaba por el contraflujo del eje central ni un puto trolebús.
Finalmente llegó el transporte ---hasta el güevo ¿cómo si no?--- y emprendimos la marcha hacia Bellas Artes: después de atravesar por abajo del Paseo de la Reforma, mi ánimo parecía proyectarse sobre el frenesí mediocre que desplegaban a esa hora los mariachis en Garibaldi, pero se recuperó al enterarse que Paquita ---sí, la del barrio--- iba a presentarse esa misma tarde en el Blanquita a lustrar el ajado brillo que revistió al lugar hace ya algunos ayeres.
Llegamos. Un malestar indescriptible me llenó el vientre al mirar la seguridad ferina con que equiparon los senadores su estacionamiento. Ni siquiera necesité mirar dentro de éste para contrastarlo con el panorama triste que exhibía la acera norte de avenida Hidalgo: vendedores de usado y de garnachas realizaban sus últimas transacciones, nerviosos ante la tinta que riega el ventarrón.
Antes de entrar al metro Bellas Artes, me eché en la plaza Santa Veracruz dos guajolotas de rajas. El tamalero, sin arredrarse un ápice, repartía a los comerciantes en fuga tamales y atoles de avena y cajeta desde la seguridad inestable de su triciclo. Bajé a los torniquetes buscando aspirar en el aire del crepúsculo la paciencia necesaria para viajar en esta línea en una tarde de lluvia.
Llegué a la taquilla y pedí una recarga de cien pesos: mi esposa y yo detestamos las colas.
---Usted sí sabe pa'que sirven estas tarjetas ---me espetó la taquillera mientras cogía el billete y el carné recargable. ---Luego viene la gente y me piden recargas de dos o cuatro pesos. Pa'cuando pasan los torniquetes ya no tienen recarga y ooootra vez se tienen que venir a formar.
---Pues sí, pero ya ve cómo es la gente ---respondí sin ganas de invertir demasiado cacumen en el asunto.
(No era bonita; sin embargo, mostraba orgullosa dos hileras de dientes parejitos y un trabajo de uñas que refrendaba el gusto que siempre hemos tenido los mexicanos por lo barroco. Su mirada estaba salpicada de chispa y bullicio, al igual que los castillos de fuego antes de la explosión final).
---¿Ve usted? Ya ni revisó su recarga. ¿Qué tal si nomás le pongo dos pesos y me quedo lo demás? ---Me dijo acusando mi distracción.
---Yo confío en usted, señorita. Si me puso nada más dos pesos, al rato me voy a acordar de usted... (Y de su pinche madre, pensé). ---Sin embargo, el no haber dejado traslucir ni la más mínima huella de este pensamiento fue, sin lugar a dudas, lo que desencadenó su respuesta final.
---¡Ah! En ese caso llévese su recarga y le voy a dar otra tarjeta con dos pesos nomás...
(¡Aaaarrrrrrroz!)

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