martes, 7 de octubre de 2008

De oídas: la homosexualidad.

Con motivo del próximo día internacional de la lucha contra el sida.
1.
La verdad es que ni él mismo sabía cómo empezó todo, pero uno le hablaba de Plaza Universidad o de Plaza Satélite o, peor aún, de Perisur y podía comprobar un cambio inmediato en sus facciones, en el desenvolvimiento natural de sus manos, en la postura de sus piernas, en su humor. Aunque uno aludiera casualmente a cualesquiera de estos sitios, ya lejanos en el devenir urbanístico de la ciudad y por lo mismo impregnados de un exotismo añejo y desleído que ahora no podemos abarcar, mucho menos comprender, era indudablemente perceptible que algo se había operado bajo la superficie de ese desdén marcado y casi profesional con el que arrostraba los últimos mese de la sentencia que se había convertido para él vivir en sociedad, en esta zoociedad mexicana y en particular defeña, por la que había transitado incomprendido y acosado, rara avis de todas sus reglas de convivencia social.

El punto de arranque es que a principios de los ochenta, la homosexualidad no se discutía ---¡mucho menos se ejercía!--- abiertamente en la ciudad de México: ser gay aquí equivalía a matricularse en una cofradía invisible que surcaba los bajos fondos buscando establecer sus espacios, conquistando en medio de prostitutas, dealers y hampones, y las más de las veces a punta de chingadazos, secuestros, asesinatos y cualquier cantidad de vejaciones homofóbicas imaginables, el derecho a una identidad y respeto propios que la mayoría del resto de los defeños le negaba abierta o veladamente a la incipiente comunidad. ¿He dicho incipiente? Pues me equivoco, porque está claro que jotitos siempre ha habido en esta muy noble y leal: sin echar a volar la memoria muy lejos, piense usted en el incidente de la calle de la Paz el 20 de noviembre de 1901, en el que inclusive se rumoró que estuvo involucrado el yerno del general Díaz y que fue sólo gracias a éste que el indiciado evitó el encarcelamiento, la humillación y el destierro que sufrieron los demás participantes y cuya única herencia e impronta palpables se reduce a unos cuantos grabados de Posada, por cierto no de los mejores, y el cuarentaiuno como sinónimo popular de la homosexualidad.

¿Cómo fue que se involucró Nacho en todo esto? Permítame tantito: un tiempo para cada cosa y cada cosa a su tiempo. Le estaba diciendo que para cuando nació Perisur, es decir, en 1980, los mariquitas ---que aún no contaban con la grandilocuencia complaciente que vendría a homogenizarlos después bajo el calificativo de homosexuales o gays--- seguían asomándose y avanzando, palmo a palmo y no sin pasos titubeantes, en algunos rincones más permisivos de nuestra ciudad. Sí, sí, sí, es cierto que Nancy Cárdenas ya le había abierto un boquete tremendo a la zoociedad mexicana al ventilar abiertamente su lesbianismo con Jacobo en mil novecientos sesentaitantos; pero ¡quién como ella que ya desde 1954 era locutora de radio y reconocidísima actriz de teatro! Nadie, nomás ella y Monsi, que ya empezaba a descollar como escritor. Pero bueno, me estoy desviando y le decía que uno de los primeros fue la Zona Rosa. ¡Qué bárbaro! ¡Tenía todo el ímpetu de ser el lugar de moda y más chic de la ciudad en los setenta! ¿Y el nombre? ¿Qué me dice usted del nombre? Verdad de Dios que fue una de las cosas más pinches sesudas que se le pudieron ocurrir al Cuevas. Sí, yo no creo lo que dicen algunos de que el término lo acuñó Agustín Barrios Gómez. ¿Qué cómo estuvo lo de Cuevas? Bueno, él decía que era una zona roja de noche y blanca de día ¿qué obtenemos entonces? Pues la zona rosa, a güevo... Pero no, dispénseme, me dejé llevar. Bueno, sin más ni más, yo conocí a Nacho cuando éste trabajaba en una tienda de ropa en la Zonaja y mi hermana era modelo exclusiva de Love ---¿o era de Lovable?---. Nuestros caminos se cruzaron un día porque mi padre me obligaba a ir por ella a su trabajo, o adondequiera que la hubiesen asignado para los desfiles de pasarela o sencillamente porque el perro de su jefe se quería regodear admirándole las nalgas, cuando la hora de salida de éste rebasaba las dieciocho horas. Lloviera, tronara o relampagueara, ahí tenía que estar yo para escoltarla de regreso a la seguridad del seno familiar. No, no voy a decir que esta función que me endilgaban estaba exenta de compensaciones, al contrario: casi siempre después de un desfile o una presentación, solía obsequiarse a los asistentes con un brindis, canapés o cualquier otra bagatela por el estilo. Sí, tiene usted razón, era como si la clase media mexicana, único receptor de la movilidad social causada por la bonanza económica de entonces, estuviera degustando los últimos tiempos del banquete de Damocles, indiferente al peligro que pendía ya sobre sus cabezas. ¡En fin! En aquella ocasión, el local que hospedaba al evento, asistentes y participantes, era precisamente en el que trabajaba Nacho.

Así que entré y lo vi. Aun antes de preguntarme dónde podía estar mi hermana o con quién, me sorprendió la limpidez que se destacaba en el trasfondo mismo de ese joven de escasos veinte años, de cabello corto sólidamente envaselinado, rasurado perfecto y enfundado en un príncipe de Gales cruzado y que complementaba una discreta corbata azul con franjas grises, de esas a las que por sus proporciones se les llamó lenguas de vaca. Porque no está por demás recordar que en aquellos ayeres los vendedores, al igual que casi todos los empleados en cualesquiera ramas de la actividad económica nacional, vestían obligatoriamente de traje. Pero no, miento, no lo vi: nos vimos y fue él el que inmediatamente se acercó a preguntarme si podía ayudarme en algo. Le dije que no y agregué mecánicamente qué era lo que me había conducido hasta allí y a quién estaba buscando, a lo que agregó sin perder su sonriente dejo hospitalario inaugural que las chicas todavía tardarían un poco en salir porque no les habían pagado el día.

Para cuando mi hermana y sus compañeras de trabajo empezaron a salir tras cortinas, la tienda estaba prácticamente desierta y a oscuras, a excepción de Nacho, otro chico que afanosamente realizaba el corte de caja y los dos guardias, que por la gentil y no del todo impredecible intercesión del primero me habían dejado permanecer en el establecimiento y sobrellevar así mi espera. Uno no podía dejar de preguntarse qué sustancia imbuía tan buenos ánimos en ese tropel de figurines que, de pronto, todo parecía transfigurado en un fragor de propuestas inconexas y libres de toda relación entre sí, acerca de dónde concluiríamos tan exitosa velada; porque sí, éste era uno más de los privilegios aludidos de manera por demás reticente de mi parte. Sin embargo, mi sorpresa ascendió aún otro nivel justo cuando me percaté que Nacho y mi hermana cuchicheaban a espaldas mías, en franco intercambio de risitas por parte de él y risotadas por parte de ella. ---¿Adónde? Pues pregúntale aquí a mi hermanito que ya vi que le echaste el ojo... ---fue lo único que alcancé a distinguir en el batiburrillo imperante. ¡Claro!, para entonces he de confesarle que por mí parte ya había trabado conversación con un lechuguino que no paraba de arremedar a Salvador Novo y que insistía vigorosamente en que debíamos desplazarnos al autocinema del Valle, para lo cual nomás había que arreglárnoslas para ajustar a toda la concurrencia, que en ningún caso parecía exceder de quince personas, sin contar por supuesto a los guardias, en los automóviles con los que contábamos y que no eran más de tres, incluido el jodidísimo Borgward en que venían estos.

Finalmente se decidió trasladar a los tertulios al apartamiento que ocupaba una de las chicas en el multifamiliar Juárez.
2.
Lo que no puedo recordar claramente, y créame que lo he repensado gran cantidad de veces, es todo lo que intempestivamente se desató a partir de entonces: cómo nos las arreglamos para llegar al edificio A1 del Juárez, quiénes fueron los que finalmente jalaron con nosotros, porque usted sabe que nunca falta quien se desmarque de cualquier actividad que involucre a tan exótica concurrencia; sí, más por aquel entonces, aunque sí sé que estaba presente uno de los guardias que hasta hizo striptease, de dónde fue que se obtuvo tantísimo alcohol y, sobre todo, cómo fue que terminé en una de las recámaras aparejado con el tal Nacho. Naturalmente mi hermana ya se había ido y si conoció o no el amor aquella noche y con quien perdió es algo de lo que nunca hablamos. ¿Qué por qué se había ido? Porque tenía que llegar imperiosamente a la casa antes de que se levantaran a misa nuestros padres y acallar así cualquier suspicacia. ¿Qué si le preguntaban por mí? Pues yo traía mi coche y lo más fácil era decir, e inclusive dejar que supusieran, que me había escapado temprano con alguno de mis amiguitos a San Ángel o Xochimilco: era mucho menor la regañina por no ir a misa que por no haber llegado a dormir toda la noche.

No, no me esperé a que despertara el angelito. Discretamente recogí mis cosas, inventarié mis pertenencias, me aseé sin hacer ruido alguno y me fui. ¿Qué hasta cuándo lo volví a ver? Si la memoria no me falla, esto ocurrió a los pocos días de la marcha convocada por el Frente Liberación Homosexual para conmemorar los diez años de la noche de Tlatelolco. No, yo no fui a la marcha. ¿Por qué? Porque todavía vivía en casa de mis padres y aunque ya había terminado la universidad, mi trabajo en el departamento de contabilidad del París Londres de avenida Insurgentes aún no fructificaba con la suficiente generosidad como para establecer mi propio apartamiento. De hecho, tendrían que pasar casi dos sexenios para que finalmente pudiera tener mi espacio y, por consiguiente, gozar de una pareja estable. ¿Por qué? Pues si con duras penas me alcanzaban los centavos durante los gobiernos de Jolopo y de la Madrid, ¿cómo iba a hacerle mi madre con la misérrima pensión de mi padre? Sí, mi padre murió a los pocos días del último informe de Jolopo. Sí, aquél de “soy responsable del timón, pero no de la tormenta”. ¡Qué bueno que ya no vivió para ser partícipe de la catástrofe que vendría después! ¿No cree? En cuanto a nosotros, su muerte nos galvanizó el sentimiento de pérdida irrevocable que ya se respiraba en el país desde hacía algunos años; sí, era como si asistiéramos a la confirmación de que todas las esperanzas que había depositado la clase media en la repartición que seguiría ineludiblemente a la “administración de la abundancia”, nunca se realizarían. ¿Qué si ya sabían en mi casa de mi homosexualidad? Fíjese que bien a bien nunca lo sabré. Sí, claro, mi hermana ya sabía; pero nos solapábamos mutuamente todos nuestros deslices y hasta el último día de su vida, podría asegurar que no compartió nada de esto con mis padres. ¿Qué de qué murió? Fue una de las primeras víctimas de sida en México, allá por el ochentaitrés.
3.
Pero bueno, usted está aquí para saber de Nacho y su marcada debilidad por los centros comerciales ¿o no? Pues como le decía, lo volví a ver en octubre del setentaiocho y en las circunstancias más inverosímiles que cabría imaginar. Aguánteme y le platico: como ya le había comentado, yo trabajaba en la gran boutique que estuvo en Insurgentes sur y en algunas ocasiones, a falta de alguien ubicado más abajo en la escala jerárquica del departamento de contabilidad, mis funciones incluían recabar las notas de venta a crédito (o vouchers) para su posterior registro: las ganancias se registran en cuanto se realizan y las pérdidas en cuanto se conocen ¿o era al revés? ¡Cómo sea! Así que mi trabajo incluía, de vez en vez, andar pajareando por los distintos departamentos de la tienda y esto conllevaba también una comunicación de arriba a abajo, a todo lo largo de la estructura organizacional, de la que muy pocos empleados disfrutábamos. No, no, no, por experiencias anteriores yo ya sabía que en el trabajo había que adoptar siempre una actitud varonil y esto incluía, entre muchas otras cosas, hacerle la corte a buena parte de las vendedoras, que no dejaban de verlo a uno como pase de salida a las tan-anheladas-por-aquel-entonces esferas de la dominación conyugal. Para no hacerle el cuento largo, en una ocasión estaba yo platicando con una de estas chicas en el departamento de caballeros, cuando una de sus compañeras, visiblemente alterada y trompicando a causa de los tacones que traía puestos, llegó demandando a gritos que llamáramos a seguridad y a la Cruz Roja, “que a un cliente le estaba dando un ataque en los probadores y no había forma de abrir la puerta” (me acuerdo bien) que todos suponíamos estaba cerrada por dentro.

Cuando llegué a los probadores ya se había instalado el inexorable corrillo de curiosos, integrado no sólo por clientes, sino hasta por empleados de otros departamentos, que hacían el acceso imposible y prácticamente lo sometían a uno a la tiranía del rumor de aquellos que se habían apostado primero: “¡Qué asco!”, “¡es simplemente inconcebible que ocurran cosas así en una tienda decente como ésta!”, “sí, parece que ya los van a sacar”, “son unos enfermos, ¡degenerados que no tienen cura!”, “¡a todos ellos deberían encerrarlos en las islas Marías! Allá que hagan las cochinadas que quieran”, “¡cerdos!”, “sí, porque hasta dicen que puede ser contagioso”, “pero que alguien me explique cómo es que pueden dejar entrar a gentuza como ésa aquí”, “¿qué tanto les harán que ya se tardaron?”, “¡deja eso hija que nos vamos inmediatamente a otra parte!”, “a mí se me hace que venían contigo”, “¡cállate animal!”, “jóvenes, esto es serio”, “te lo dije, la culpa de todo esto la tiene la minifalda”, “ya no hay moral ¿adónde iremos a parar?”, “¡guácala! Que desperdicio”, “niña, sólo cerciórate que ni ellos ni los policías se lleven nada. Sí, nunca sabes”. Luego los sacaron de los probadores. Eran dos hombres jóvenes, de cabello largo, que iban con las muñecas esposadas por detrás y cada uno era custodiado por un azul que blandía amenazadoramente su tolete sobre sus cabezas. Tenían claras huellas de golpes y uno de ellos, que iba delante, caminaba cabizbajo. No así Nacho que recorría el pasillo que había formado la gente con su sonrisita inamovible, cálida y simple que sin duda muchos interpretaron como insignia de desafío y provocación. Era como un niño pequeño que había sido sorprendido por primera vez con su mano en la caja de galletas, ajeno por igual a los hechos y sus consecuencias. Desde luego todos estábamos lejos, muy lejos, de saber qué tan novel era Nacho en sus búsquedas de amor furtivo, comprensión velada o simplemente sexo, en una sociedad que perpetúa su propia inmovilidad granítica volcándose, sofocante y silenciosa, sobre todas aquellas cosas cuya amenaza intuye, aun minúsculamente, para extinguirlas bajo el peso casi siempre desproporcionado de las reacciones de sus integrantes...

...Ya que sin anticipación ni nadie que hiciera lo más mínimo por impedirlo, uno de los curiosos aprovechó su cercanía con Nacho para golpearlo arteramente en los testículos y justificarse: “pinche puto”.
4.
¿Mi siguiente encuentro con Nacho? Fue allá por el noventaiuno. Mi madre había fallecido a la vuelta de la década y yo vivía con mi pareja en un apartamientito en la Condesa. No, nunca quise vivir en la casa de mis padres, aunque estos no existieran ya: sentía que me había privado del derecho a vivir a mi gusto y a mis anchas durante muchísimo tiempo y tampoco era ningún muchacho. Lo que fuera a hacer de mi vida y mi persona, debía hacerlo ya.

Por aquel entonces comencé a colaborar con diversas organizaciones no gubernamentales que protestaban por los asesinatos de homosexuales y defendían el derecho a la diversidad sexual. Fue a través de las labores de prevención del sida y las movilizaciones encaminadas a evitar la discriminación social de los infectados con VIH que reencontré a Nacho. ¿De veras quiere saber cómo fue? Tenga muy presente que habían pasado más de diez años desde el incidente del París Londres que le relaté e imagínese qué habían logrado todos estos abusos y maltratos en el temperamento de Nachito. Pues sí, no voy a mentirle diciéndole que fue agradable lo que encontré. Ocurrió en el cine Teresa. Sí, desde siempre había gozado de renombre para los encuentros casuales de cualquier orientación sexual en la oscuridad impasible de sus salas, mismos que solían consumarse precipitadamente en los sanitarios del lugar. Si alguna vez llegó a ir, ¿no? Entonces le cuento: muchas de las mamparas que separaban los escusados entre sí, estaban horadadas a distintas alturas para el que quisiera servirse de ellas ya activamente, ya pasivamente. La mayoría de las ocasiones uno no sabía ni remotamente con quien había perdido. ¿Le repulsa? ¿no? Pues imagínese ahora el problema de salud que representaba en términos de la transmisión del VIH-sida el no contar con una máquina expendedora de condones allí. Sí, así es, en ese año un compañero de la ONG y yo nos propusimos proveer de preservativos a la mayor cantidad posible de los usuarios del lugar y, como normalmente suele ocurrir en estos casos, la oposición más enconada a nuestra iniciativa provino de los dueños del mismo, que se negaban a reconocer la existencia de estas prácticas al interior de su establecimiento.

Hasta que un buen día recibimos una llamada en la que nos informaban que habían encontrado en los baños del Teresa un fulano medio muerto al que le habían propinado una golpiza inmisericorde: en efecto, estoy hablando de Nacho una vez más.
Lo llevamos a un albergue donde recibió atención médica, alimentación y en el que podía convalecer el tiempo que fuera necesario. Sus lesiones habían sido ocasionadas con lujo de violencia y saña, pero eran únicamente el hilo por el que se sacaba el ovillo: cuando recobró el sentido y bajó la inflamación de sus párpados, me percaté, entre otras cosas, que no sólo era incapaz de reconocerme, sino que heridas y cicatrices de todo tipo cubrían su cuerpo. Aquella piel fresca y lozana en la que me había abrevado una mañana hacía veinte años, se había vuelto un muestrario oscuro de agravios y ofensas entre los que se destacaban quemaduras de cigarro, ataduras, cintarazos y cortes aparentemente autoinfligidos en muslos, genitales y muñecas. Análisis ulteriores revelaron la presencia anticipada del sida y de varios de los padecimientos oportunistas que hasta aquí siempre lo caracterizaron, y que a la postre acabaron con él. ¿Qué qué de su proclividad a los encuentros en tiendas departamentales, centros comerciales, baños públicos y sitios como el Teresa? Bueno, nunca supe si todos los que fueron de mi conocimiento aquí, en el albergue, efectivamente fueron protagonizados por él; pero uno tiende a entrañarse de esta manera ¿o no?